Por: Adolfo Larios Noriega
La tarde del 4 de agosto quedará marcada por el dolor que nunca debió llegar. Perdimos a Cristian Camilo Noriega, un niño de 15 años, un joven lleno de vida, sueños y esa inocencia pura que cree que nada malo puede pasarle, porque así debería ser: los niños deberían crecer, no morir.
Pero la realidad nos golpea, una vez más, con violencia.
Cristian no murió solo por un accidente. Lo arrolló también nuestra indiferencia, la ceguera colectiva de una sociedad que no protege a sus hijos. Sus padres, como muchos, creían —con razón— que su hijo estaba a salvo, porque eso es lo natural: confiar en que el entorno es seguro. Pero no lo es. No lo ha sido. Y no hicimos nada.
Las autoridades de tránsito, llamadas a prevenir y cuidar, siguen siendo estructuras frías, incompetentes y ausentes. Solo aparecen cuando hay que recoger los restos. No hay acciones, no hay control, no hay humanidad. La prevención no es prioridad en sus agendas. Y cuando el dolor ajeno no se siente, uno se vuelve insensible, incluso cruel.
La administración municipal tampoco puede seguir huyendo. Este no es un hecho aislado. Ya han muerto varios. Ya se ha llorado demasiado. Pero la reacción sigue siendo lenta, burocrática y tibia. ¿Cuántas muertes más se necesitan para tomar decisiones urgentes e inaplazables?
Hoy, desde lo más profundo del alma, solo podemos decir:
Perdón, Cristian Camilo. Perdón por no protegerte. Perdón por no haber hecho lo suficiente para cuidar la vida de un niño que solo quería vivir. Te despedimos con lágrimas y con rabia, con impotencia y con fe. Que tu partida no sea en vano. Que tu nombre resuene como un grito de conciencia. Que los que deben actuar, lo hagan. Que los que callan, hablen. Que los que sufren, encuentren justicia.
Descansa en paz, hijo de la esperanza.
Nos dejas el deber de no fallar otra vez.